lunes, 23 de marzo de 2015

En torno a "Una generación ensimismada"

 
UNA GENERACIÓN ENSIMISMADA
 
El «selfie» (autofoto) fue la palabra del año 2014 para FUNDEU (“Fundación del Español Urgente”). Tratándose de una institución que se dedica a estudiar «el español urgente», nada tan urgente como la palabra «selfie». Lo curioso es que, más allá del origen castellano del término, ni siquiera la elección comportaba el rasgo de originalidad. Llegaba tarde, porque ya en 2013 el muy prestigioso “Diccionario Oxford” había elegido tal vocablo como palabra del año. Y así, el verdadero signo de la “Marca España” –llegar siempre «tarde al banquete de la civilización»– cumplía una vez más con la tradición, y, además, como gesto modernizador, lo ejecutaba una Fundación dedicada, nada menos, al estudio del español. Llegaba tarde, al designarla como palabra del año, y en inglés (“¡viva el cosmopolitismo!”, pensaría melancólicamente alguno). Sin embargo, más allá de la mera cuestión lingüística, aceptemos moderadamente tan extravagante hecho, porque lo que aquí interesa es el concepto, ese de «selfie» que, sin apurar demasiado, es una formidable metáfora de la soledad actual y del ensimismamiento de toda una generación. Barcelona es la ciudad española donde más autofotos se realizan. Y cerca del 60% de los españoles admiten ser adictos (sic) a los «selfies». Como sabemos, esto de «adictos» tiene un carácter de obsesión o, si se quiere, de signo de los tiempos.
 
 
Contemplarse a sí mismo, encantarse, no dejar de mirarse, ser la única realidad posible y cercana, parece el tema de nuestro tiempo. Reflejarse una y otra vez en cualquier momento y en cualquier lugar, adaptar el artilugio tecnológico al propio rostro, fijar el tiempo, no salir de ahí, estar en la nube. El «selfie» es lo contrario de la intimidad. La autofoto, en español urgente, sin molestar los remilgos de FUNDEU, invadirá las redes sociales. El nuevo y tecnológico Narciso se contempla en las aguas turbulentas del intercambio sin destinatario conocido o tan conocido que es inexpresivo, no existe. La autofoto se lanza al vacío de la red. La cosa es mostrarse, exhibirse hasta el fin. «Una vida –escribió Ortega– es, por excelencia, intimidad, aquella realidad que solo existe para sí misma y, por lo mismo, sólo puede ser vista desde su interior». No ahora, esta generación ensimismada mira hacia el exterior, lo íntimo es lo común, lo que se comparte o exhibe. Y lo común es el laberinto de rostros que vagan por los invisibles hilos de la comunicación. Es lo que Alain Finkelkraut en La identidad desdichada (2014) ha denominado «el despotismo del yo». Una imposición surgida del enamoramiento hacia sí mismo. Un desbordamiento. Para Javier Callejo: «Estamos ante una generación joven educada para ser turista. Normalizada en el viaje, desde las primeras excursiones escolares, empezando en la Primaria, hasta el turismo universitario de las becas “Erasmus”. Educada para la movilidad. Para moverse por el mundo. Sin fijaciones. Para moverse entre empleos, proyectos, identidades y lugares. Y ante una generación que valora el ocio. Según la última “Encuesta Mundial de Valores” (World Values Survey) para España, nada menos que el 96% de los menores de 30 años opina que el tiempo de ocio es muy o bastante importante en su vida» («Del veraneo al nomadismo», Claves de Razón-Práctica, 235).
 
 
Ese vaivén de lugares, proyectos e identidades, sobre todo de identidades, es lo único que les queda, contemplarse ensimismados. Son turistas de la vida, de sí mismos, y la función esencial del turista es fotografiar, fijar una y otra vez el momento, con obsesivo encanto. Ya Richard Sennett en La corrosión del carácter (Anagrama, 1996) advirtió que «la eliminación del empleo garantizado de por vida, sería ocupado por contratos efímeros, arbitrarios, ocasionales. Sin duda, no, claro está, en busca de una mayor eficacia (por parte del contratante) sino de un rendimiento sin derechos». Así el único derecho que les asiste es el nomadismo y el ensimismamiento. Una realidad sin más centro ya que ellos mismos.
En la muy pedagógica –para los asuntos tratados hasta aquí– película “Her” (Spike Jonze, 2013), el espectador contempla una profunda y melancólica metáfora de los nuevos tiempos: ya no hace falta el contacto entre las gentes, todo se resuelve con una cámara y una voz. El resto no existe. La intimidad es ante la cámara. El regodeo del «yo» y su exhibición. Encantados de haberse conocido quieren dejar constancia de su paso por el mundo. La revista “Time” tituló una de sus portadas «The Me Me Me Generation». Es una suerte de «dandismo igualitario» (Tara Burton). El «selfie» es el inmenso espejo de uno mismo, y nada más. La vida, así, es un cristal de reflejos. Ya no hay lugar para la intimidad. En cada momento, en cada ocasión, en cada lugar está el «selfie» para advertirnos que sigue ahí, que va de un lado para otro, sin llegar a ningún sitio. La cuestión es contemplarse.
 
 

«Vivimos en una época –escribe Mario Vargas Llosa– en que aquello que creíamos el último reducto de la libertad, la identidad personal, es decir, lo que hemos llegado a ser mediante nuestras acciones, decisiones, creencias, aquello que cristaliza nuestra trayectoria vital, ya no nos pertenece sino de una manera muy provisional y precaria». Una generación ensimismada muta su intimidad en espectáculo y refleja su soledad en la queja.
La periodista Meredith Haaf (Múnich, 1983) publicó hace pocos años un libro aleccionador, Dejad de lloriquear (Alpha Decay), dedicado a los que hoy se mueven entre los felices 20 y 30 años, la generación de nativos digitales, que surfean por la red y se exhiben con un ego inconmensurable. El mundo, piensan, debe girar en torno a ellos. Como los «selfies», Haaf reconoce que: «mi generación ha quedado atascada en una prolongada postadolescencia». Que hoy presenta dos rasgos característicos: el «selfie» –por mucho que otros, adultos, se sumen a la feria de las vanidades– y la queja. Pero, postadolescentes e infelices, conmovedoramente ingenuos, ignoran, en su inocencia digital, algo que el filósofo Daniel Innerarity advirtió: «La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible». Y en esas estamos. Eso sí, sin dejar de mirarnos.
 
(Artículo de opinión escrito por Fernando Rodríguez Lafuente
y publicado por el periódico “ABC” el lunes 9 de marzo de 2015)
 
Fernando Rodríguez Lafuente
(Madrid, 1955)
Profesor de Teoría de la Literatura y Crítica Literaria
 
BREVE COMENTARIO DEL TEXTO

1. Tema: 
 
El narcisismo egocéntrico de las jóvenes generaciones que se contemplan haciéndose autofotos satisfechas de sí mismas.
 
2. Tesis:
 
Los jóvenes deberían enriquecerse intelectualmente cultivando un pensamiento más profundo y preservando su vida interior en la intimidad, no exhibiendo superficialmente su aspecto exterior transitorio.
 
 
3. Resumen:
 
El “selfie” o autofoto inunda la realidad actual. Barcelona, por ejemplo, es el lugar de España donde más se lleva a cabo. Una obsesiva egolatría se ha convertido en el hábito más usual de nuestra época, peor va en dirección contraria a la intimidad exigible para podernos reconocer a nosotros mismos. Las nuevas generaciones están siendo educadas en la transitoriedad, el nomadismo, lo efímero, lo superficial, y puede ser que no sea por su felicidad, sino para acostumbrarlos a la explotación laboral sin derechos. A los jóvenes se les está entrenando para el ensimismamiento endiosado y la precariedad de la inestabilidad. Se trata de una generación egocéntrica incapaz de percibir que va a ser abandonada a su suerte con escasa protección gubernamental. Creen que toda la realidad girará en torno suyo, sin darse cuenta de la inmensidad del mundo y de su propia insignificancia. Su victimismo o su indignación, cuando se descubran desasistidos, no convertirá sus quejas en veredictos infalibles.
 
 
4. Comentario crítico personal:
 
El “selfie” es la culminación de unas jóvenes generaciones sobreprotegidas y manipuladas sin ellas mismas saberlo. Es natural que alguien en la lozanía de sus mejores años guste de ver reflejada su propia imagen. Lo preocupante es que esa misma persona confunda la nuez con la cáscara y se piense el ombligo del mundo por la cara, sin nada sustancial detrás. La juventud tiende por egoísmo ombliguista a ignorar la historia, especialmente por considerarla ajena y desfasada, como si no le incumbiera. Olvidar que venimos al mundo sin conocimientos ni experiencia pone en grave riesgo a quienes creen saberlo todo simplemente por rebosar de salud y energía. Hay que tomarse la molestia cotidiana de asomar la nariz por los medios de comunicación, sobre todo escrita, para aprender en qué clase de sociedad nos desenvolvemos.
La práctica de las autofotos está en la línea de la felicidad obligatoria, por decreto, algo hipócrita que está en contradicción con cualquier enseñanza moral o religiosa que recoge una sabiduría acumulada durante siglos. La vida más bien es lucha y sufrimiento, no la huera publicación de un rostro autofotografiado y colgado en una red sin más trayectoria personal y profesional que lo respalde. Para colmo, la fugacidad de las instantáneas y el nomadismo que conlleva, al buscar constantemente nuevos sitios donde autorretratarse, parecen ser un entrenamiento al que los poderes establecidos, financieros y políticos, pretenden habituar a los ciudadanos, puesto que van a ser individuos sin apenas derechos, con empleos tan frágiles y pasajeros como la propia naturaleza del turismo; una semana aquí, quince días allá, a lo sumo tres meses desempeñando un papel determinado en una empresa “y” o en una ciudad “x”.
El “selfie” puede cobrar sentido como testimonio de un momento y un lugar determinados para obtener un recuerdo, tal y como antes ocurría con los álbumes de fotografías familiares. También es lógico en quien es famoso y promueve una imagen o marca, incluso es necesario en quien busca promocionarse y labrársela. En caso contrario podría muy bien significar la proyección de una mueca que transmite el vacío y la banalidad del personaje fotografiado.
 
Norma Jean Baker no vivió la época de los "selfies"
y buscó en la lectura llenar los vacíos de su existencia 

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