LA BUENA EDUCACIÓN
Los de mi generación hemos oído y
asumido desde pequeños lo importante que era estudiar y formarse adecuadamente
como personas para tener éxito en la vida y llegar a ser miembros destacados de
la comunidad. Aspirábamos a conseguir aquellos objetivos que nos habíamos
propuesto y nos esforzábamos poniendo los medios adecuados para ello. Unos
cursaron estudios de formación profesional para incorporarse pronto al mercado
de trabajo. Otros accedieron a la universidad y se matricularon en una carrera,
bien por vocación o para ganar dinero. Incluso había quienes se veían sirviendo
abnegadamente a los demás, hasta que una parte de ellos (mayor de la que
esperábamos) descubrió después que era mucho más provechoso servirse de los
demás y entraron en política. Por aquel entonces no había "ninis", concursantes
de realities ni youtubers; tampoco tertulianos profesionales de las vidas
ajenas. No se podía vivir del famoseo, así que había que trabajar duro o bien
"ser de buena familia".
Las personas de bien trataban de
hacer del mundo un lugar mejor para vivir aportando lo mejor de sí mismos. El
país progresaba tras su mansa salida de una feroz dictadura y poco a poco
íbamos acercándonos a los estándares europeos de calidad de vida en todos los
aspectos, llegando con el tiempo a equipararnos con la mayoría de ellos en
cuestiones como los derechos y las libertades, al menos a nivel declarativo. Los
gobiernos de progreso que en España ha habido nos guiaron hacia la modernidad
en la que quedamos definitivamente instalados, dejando atrás el aislamiento
internacional y el atraso económico, social y político. Fuimos madurando como
sociedad y enterrando nuestro pasado inmediato. Nuestros hijos no llegaron a
conocer aquellos tiempos de universal austeridad, de plúmbea mojigatería, de
insoportable patriarcado y de insuperables desigualdades sociales (aunque algo
de todo eso aún permanece flotando en el ambiente).
Pero llegados a este punto, uno
empieza a tener serias dudas de que ese evidente progreso de la sociedad
española vaya a continuar por la misma senda construyendo entre todos un país
soportable. A veces se tiene la sensación de que no todo el mundo parece
interesado en contribuir a ello. Y no me refiero solo a los oligarcas que
tratan de poner palos en la rueda del progreso social, como históricamente ha
venido sucediendo. No hay que mirar tan arriba, pues proliferan, por ejemplo,
aquellos que no tienen la menor intención de estudiar o de trabajar, de ser
útiles a los demás. Ya sabemos que el mercado laboral no ofrece muchos atractivos
y que las grandes y medianas empresas no son un dechado de generosidad en
retribuciones y condiciones de trabajo, pero lo cierto es que nunca le han
regalado nada a nadie.
Lo que pasa es que a algunos
ciudadanos —a menudo quejosos de todo cuanto les rodea— se les ven muy pocas
ganas de trabajar y muchas de pasarlo bien mientras otros paguen la factura.
Luego está la cantinela esa de "la generación mejor preparada de nuestra
historia" que no encuentra en el empresariado la acogida que merece. Permítanme
que lo ponga en duda. Uno ha pasado más de un cuarto de siglo enseñando en la
Universidad y ha visto desfilar a muchos alumnos y alumnas. Sin perjuicio de
que en todas las épocas ha habido estudiantes muy brillantes y muy esforzados,
lo cierto es que desde los años 90 hasta ahora he venido observando un declive en el
rendimiento global, declive mucho más pronunciado desde la implantación del
plan "Bolonia", que agudizó el problema. Indudablemente, y con las excepciones de
rigor, la cultura del esfuerzo no está en la agenda de la mayoría.
Otra cosa es preocupante. Cuando
me relaciono, como harán ustedes, con jóvenes trabajadores y profesionales de
los más diversos campos, percibo una generalizada falta de cultura y de
urbanidad. Sí, de esos buenos modales que demuestran correcta educación y respeto
hacia los demás. Se habla a gritos, el tuteo con desconocidos es práctica
común, no se cede el paso a nadie en ningún sitio ni el asiento a quienes lo
puedan necesitar más que uno. El botellón se ha adueñado de todas las ciudades
y pueblos. Se mea y se caga (con perdón) en plena vía pública sin ningún tipo
de pudor (ellos y ellas). No se pide nada por favor ni se dan las gracias por
la dedicación del prójimo. Todo el mundo se cree con derecho a todo, pero nadie
se siente obligado a nada con los demás. Es la cultura del "sálvese quien
pueda" y "primero yo" (como la doctrina Trump del "America
First").
Y todo eso no pasa sólo en la
indomable adolescencia, que tampoco sería disculpable, sino que hay talluditos
y talluditas que rondan la treintena e incluso más que practican a diario todas
estas habilidades sociales. Ciertamente, aún quedan personas de otra catadura,
pero se baten en franca retirada ante el avance de las hordas de maleducados.
No obstante, hay un atisbo de esperanza de la mano de la
selección natural darwiniana. Sí. Resulta que en otras latitudes (pero llegará
pronto aquí), una nueva ocurrencia puede resolver el problema apuntado. Consiste
—sorpréndanse— en arrojarse agua hirviendo por la cabeza o incluso en bebérsela
a la fresquita temperatura de 60 grados en lo que ha dado en denominarse hot
water challenge, un reto que se transmite vía nominaciones por la red.
Se supone que únicamente un verdadero idiota aceptaría un envite como ése, por lo
que, de esa manera, y por selección natural, ya quedarían bien determinados los
que obviamente no pueden integrar la generación mejor preparada de nuestra
historia. Las ventajas de internet.
(Artículo de opinión escrito por Carlos Suárez-Mira y publicado en el periódico “La Provincia” el martes 12 de septiembre de 2017)
Carlos Suárez-Mira
(Carballo, Bergantiños, La Coruña, Galicia, España, 1966)
Magistrado titular del Juzgado de lo Penal nº 2
en El Ferrol y profesor universitario en excedencia
en El Ferrol y profesor universitario en excedencia
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