DIGITALIZACIÓN Y DESEMPLEO,
EL NUEVO ORDEN
Un
nuevo orden económico con serias consecuencias para el empleo se ha instalado
entre nosotros sin que las autoridades europeas, y por descontado tampoco las
españolas, ni las patronales ni los sindicatos, parezcan haberlo comprendido.
Incluso en Estados Unidos, cuna y eje del desarrollo digital, están disparadas
las alarmas. Las sinergias que se derivan del desarrollo de las ingenierías del
software, robótica,
telecomunicaciones y microelectrónica, han creado memorias más rápidas y
baratas, mayor movilidad y ubicuidad de la información, máquinas inteligentes que
combinadas con otras ramas del conocimiento, como la medicina o la
climatología, por ejemplo, han generado todo un universo nuevo: el de la
digitalización. Un universo que, como ocurriera en su día con la electricidad,
embebe los hábitos humanos y condiciona la cantidad y la calidad del empleo.
Más que la sustitución del hombre por la máquina, es la aparición de nuevos
productos y costumbres lo que asola muchos empleos.
Las
implicaciones y preocupaciones de este nuevo orden han dejado de ser
preocupaciones exclusivas de los tecnólogos. Los economistas finalmente les
prestan atención (“Foreign Affairs”, julio-agosto; “The Economist”, 4 de
octubre) y ya aceptan que el optimista principio de la “destrucción creativa de
empleos” no se cumple esta vez. La pérdida de empleos provocada por la
digitalización no encuentra contrapartida con la creación de otros que
equilibrarían la balanza. Ni siquiera las “start up” (empresas emergentes
apoyadas en la tecnología), tan pregonadas como fuentes de empleo, funcionan.
El pasado mes de septiembre, en Boston, la comunidad científica reconoció, a
partir del censo americano de empresas, que aquellas llevan años reduciendo su
capacidad para generar empleo. Las que sobreviven son autoempleo o tienen menos
de cinco trabajadores. “Instagram” o “WhatsApp” no superan los cien empleados,
a pesar de haber alumbrado productos rompedores y haber sido adquiridas por las
“grandes ganadoras”, que pagaron cantidades fastuosas por ella. Pero esos
ingentes desembolsos de capital no tienen traducción positiva en el mercado
laboral. Unas inversiones similares durante la era industrial hubieran supuesto
la creación de miles de puestos de trabajo. Cuando Eric Schmidt, presidente
ejecutivo de “Google”, ante miles de emprendedores afirmaba hace unas semanas
en la plaza de Las Ventas en Madrid que las “start up” generaban empleo, no
decía la verdad.
Mientras
Schmidt, cuya empresa con sus portentosos desarrollos tiene un modelo de
negocio con preocupantes variedades de monopolio, niega la realidad, en Europa
se la ignora directamente. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo,
en su conferencia en Jackson Hole (Wyoming) del pasado agosto sobre “Desempleo
en la zona euro”, no dedicó ni un minuto de la hora larga en la que intervino a
analizar los efectos sobre el mercado laboral de la tecnología. Draghi se
limitó a la tradicional relación entre política monetaria y empleo, ignorando
que la economía actual no puede explicarse solamente en términos propios de la
era industrial. Esta carencia apareció de nuevo en la reunión de Milán de
octubre del Consejo Europeo, incapaz de concretar presupuesto alguno para
“medidas activas en favor del empleo”, una expresión acuñada en lo mediático,
pero hoy vacía. Desgraciadamente, el empleo disponible, como la energía, es un
recurso escaso que habrá que administrar racional y democráticamente. En la
digitalización, la UE no sabe hacia dónde dirigir sus recursos. De hecho,
muchos se preguntan si las líneas de I+D (Investigación + Desarrollo) que
financia, acaban siendo más productivas para las monopolísticas multinacionales
digitales que para el empleo europeo. Una desorientación que puede llevar a
repetir episodios como los vividos en España, que ha dejado la discusión a
empresarios y sindicatos con muy dudosos balances sobre su eficiencia.
La
coincidencia temporal de la consolidación digital con la crisis económica
complica el análisis cuantitativo de sus efectos en el mercado de trabajo; pero
no parece temerario asegurar que la estructura laboral asociada a los
extraordinarios desarrollos digitales implica que se destruyan más empleos de
los que se alumbran. La digitalización no debe confundirse como una suerte de
Tercera Revolución Industrial. Frente a los cambios que dieron resultados
tangibles, el universo digital lleva a cabo también tareas cognitivas de
resultado inmaterial. Robots, ordenadores y redes, conjunta o separadamente,
han impregnado conductas haciendo desaparecer trabajos y modelos de negocio. El
ritmo de cambio es impresionante: en la actualidad se hacen más fotografías en
un minuto que en todo el siglo previo a la liquidación de Kodak en 2012, las
relaciones interpersonales son radicalmente nuevas, existen robots que trabajan
respetando la seguridad de las personas, cursos masivos abiertos y gratuitos
que ponen en tela de juicio el formato de enseñanza universitaria, se atisba el
fin de la “Galaxia de Gutenberg” (los libros impresos en papel) después de
cerca de seis siglos de existencia…
El
producto digital, sorprendentemente, aúna valor creciente y coste decreciente.
Es casi inagotable y está siempre disponible para personas y máquinas; tiene
una enorme capacidad de acumulación y crecimiento por su uso (el trabajo del
propio cliente lo expande, lo mejora y produce ganadores únicos en un mercado
cuyos modelos de negocio sólo pueden comprenderse por su universalidad y
monopolio); y un coste marginal casi nulo de reproducción.
La
industria, además, ha cambiado su cadena de fabricación: diseña con programas
escritos por otros, que trabajan lejos de quien fabrica; usa realidad virtual
para hacer los costosos prototipos de antaño; la logística de proveedores y
clientes se ejecuta telemáticamente; la vieja factoría reduce su superficie con
la robotización avanzada… Lo digital hace que lo industrial se haga terciario.
Más allá de la deslocalización, la industria no disminuye, se redefine. En las
relaciones cotidianas desaparece la intermediación, y con ella centenares de
miles de puestos de trabajo. El autoservicio es una fuerza imparable que nació
con el supermercado y la gasolinera, siguió con el comercio electrónico, y
ahora se sitúa directamente contra el empleo al difuminarse los papeles de
productor y consumidor de la ingenuamente celebrada economía colaborativa. Los
empleos se liman (el usuario releva a taxistas, hoteleros o agentes
inmobiliarios y hasta quiere fabricar objetos en casa con impresoras 3D). Nada
de todo esto ocurrió porque sí. Al preguntarse ¿tendrán empleo quienes hagan “Apps”
para “Apple”, conduzcan para “Uber”, sean hoteleros “Airbnb”, etcétera?
Decidieron que sí. En España esta desintermediación se practica a lomos de la
economía sumergida, propia del desempleado desesperado, y de la
autosatisfacción de un usuario, cada vez más ocupado y menos empleado.
Participar,
sin más, en una carrera tecnológica con Estados Unidos no es lo más
inteligente, entre otras razones porque las condiciones de partida de España
son muy distintas. De entrada, los empleos en los que se ocupa la clase media
española están muy afectados por la crisis económica. La única fortaleza reside
en los servicios a la persona. La solución, se dice, está en la educación; pero
a corto y medio plazo poco va a ayudar a los seis millones de parados. Debería
elaborarse una relación de empleos que: a) existan o puedan existir en breve.
No los que podrían darse si hubiéramos actuado de otra manera en el pasado; b)
que se ofrezcan en suelo español. No en California ni en China, ni siquiera en
Alemania, y c) que estén sin ocupar a causa de la supuesta falta de formación
de los millones de personas no empleadas o subempleadas que tenemos. La lista
es corta. La solución educativa ocupa al menos el tiempo de una generación para
dar resultados, lo cual no resuelve ahora mismo el nuevo orden entre
digitalización y empleo. A lo lejos se vislumbra la alternativa siempre
polémica de repartir el trabajo. Una posibilidad que supera a la tecnología y
que abre un arduo debate político. Mientras tanto, las élites deben entender el
nuevo orden que ya se ha instalado con lo digital.
[Artículo de opinión escrito
por Gregorio Martín Quetglas y
publicado por el periódico “El País” el martes 6 de enero de 2015]
Gregorio Martín Quetglas
(Catedrático jubilado de Ciencias de la Computación
y del Instituto de Robótica de la Universidad de Valencia)
EJERCICIO DE COMPRENSIÓN Y
EXPRESIÓN
1.
TEMA:
La
era de la digitalización no comporta la creación de tantos empleos como la
anterior de la industrialización.
2.
TESIS:
Hay
que racionalizar y repartir democráticamente el trabajo disponible, tanto el
existente como el de nueva creación, pero en nuestro propio ámbito.
3.
RESUMEN:
El
nuevo orden económico al que nos traslada la digitalización informática
destruye empleos en un número muy superior a los que es capaz de generar. No se
trata sólo de una sustitución del hombre por la máquina, sino de nuevos hábitos
y productos que conllevan la deslocalización de los centros tradicionales de
producción y la eliminación de intermediarios en la cadena distributiva. Hoy
existen empresas que obtienen grandes beneficios contratando a muy pocos
trabajadores. Muchos modelos de negocio se han ido al traste y las autoridades
políticas y económicas están aplicando fórmulas pretéritas que carecen de
validez, mintiéndonos o directamente ignorando una realidad implacable. Urge la
administración del escaso empleo existente (y del que pueda originarse) para
ofrecer una formación específica a quienes pretendan desempeñar una labor
profesional. Si además no ofertamos empleo en nuestro territorio, la única
salida posible y desesperada será la de alimentar una economía sumergida muy
precaria.
Sucinto diagrama de barras sobre la evolución de la tasa de parados en Europa
4.
OPINIÓN PROPIA:
Nos
han tocado tiempos desgraciados, ¿pero es que hubo alguna vez un mundo feliz y
paradisiaco como la supuesta Edad de Oro que los griegos mitificaron? El mismísimo
Jorge Luis Borges confesó en una ocasión que se compadecía de cualquier persona
que hubiese vivido en cualquier siglo, pues estaba seguro de que cada época
histórica conlleva sus propias calamidades. La crisis sistémica que estamos atravesando
es de tal envergadura que la reciente promesa del presidente de gobierno,
Mariano Rajoy Brey, consistente en crear dos millones de empleos en los próximos
dos años, nadie puede creérsela.
Seguimos
utilizando patrones antiguos para resolver problemas nuevos, cuando puede que
esas viejas recetas ya no funcionen. La economía ha desplazado a la política
como factor fundamental en la estructuración social. Las ideologías sirven más
bien como un desiderátum que se estrella contra la realidad financiera. Y la
crisis actual, que no es sólo de modelo de crecimiento y empleo, sino también de
valores morales, no parece que pueda resolverse en manos de políticos per se, sino más bien por economistas
que propongan la distribución de los empleos existentes y la canalización
formativa dirigida a los que puedan crearse en esta era tecnológica que todo lo
ha trastocado.
Habida
cuenta de que las máquinas esta vez sí que disminuyen los puestos de trabajo de
una forma drástica, deberíamos plantearnos la posibilidad de crear una sociedad
del ocio subsidiado, de potenciar una organización social tendente a la
creatividad y la realización personal y familiar, porque las escasas posibilidades
de empleo van a centrarse en el sector terciario (restauración, atención
sanitaria, servicios sociales de ayuda a enfermos y tercera edad, turismo,
etc.). El problema es hasta qué punto las naciones que escojan este camino podrán
mantener su estatus privilegiado frente a otras que, aún en vías de desarrollo,
continúen por la senda de la productividad exacerbada, la austeridad salarial y
los derechos laborales bajo mínimos. No sé si será posible mantener las
ventajas de la opulencia de los países occidentales en un nuevo mundo bipolar.
Las crisis, como las guerras, enriquecen a unos pocos en detrimento de muchos
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