(Cartago, Costa Rica, 1892 - Ciudad de México, 1973)
Profesor y poeta
HOMERO
Este mármol que veis es de aquel griego
que amaba los hexámetros y el vino,
grácil como columna del Ictino,
hecho de luz, sensualidad y fuego.
Alegre en mocedad, fue triste luego
cuando aprendió la ciencia del Destino.
Fue loco, sacerdote y adivino,
y como era vidente, quedó ciego.
Erró por toda Grecia de mendigo.
Amaba a un viejo can de raza doria
y con él compartió la leche, el higo.
Erró, lloró, cantó, se hizo lucero
y se durmió en los brazos de la gloria.
Hizo La Ilíada. Se llamaba Homero.
ANACREONTE
Cantó al Amor. La helénica alegría
puso en sus labios la mejor colmena:
su crátera de oro estuvo llena
de canciones, de sol y de ambrosía.
Sentado en su tonel de malvasía
burló el afán errátil de la pena.
Eros le dio un viñedo por escena
y por corona un pámpano de orgía.
Vivió junto a Polícrates de Samos,
a cuya sombra la inquietud bermeja
se deleitó con los jugosos ramos.
Envejeció de espaldas al Destino
y al morir sucumbió como una abeja
en el lago de púrpura de un vino.
SÓFOCLES
Cantó al alado Peán de la Victoria
cuando el alba inmortal de Salamina
y las falanges, a su voz divina,
presintieron el beso de la Gloria.
Trágico genio cuya gracia doria
dulcificó el semblante de la Erinia
y puso a la violencia una sordina
como al dolor una apacible euforia.
En él halló la euritmia de sus Dianas
Fidias, tal vez, o el grave Policleto
que adora las cadencias meridianas;
y en él, como en un trípode secreto,
se expresaron tres almas soberanas:
Leónidas, Pericles y Epicteto.
SÓCRATES
Mira esta faz de término barbudo
cuya sonrisa irónica y austera
evoca esos penates de madera
que de un tesoro son cofre y escudo.
Hijo de un escultor y una partera,
con la estrigila de su genio pudo
extraer las almas de su bloque rudo
y así esculpir la ciencia verdadera.
Algo sugiere de tebana esfinge
cuando bajo los pórticos de Atenas
propone enigmas o ignorancias finge;
y algo de Cristo cuando al pecho vierte
la pócima mortal que heló sus venas
y le arrancó al imperio de la muerte.
(Teos, Jonia, 570 - Atenas, Ática, 485 a. C.)
Poeta griego
AQUILES
¡Hijo del mar. espíritu de bruma
de ojos marinos y de crenchas blondas,
eres como el fantasma de las ondas
y la cólera hirviente de la espuma!
Es justo que tu enojo se resuma
en estéril quietud y no respondas,
hasta que por las picas y las frondas
Patroclo caiga a quien la Moira abruma.
Entonces nada habrá que te constriña
o te detenga al fúnebre acicate,
y prometiendo al ave de rapiña
los huesos de Héctor si ante ti se abate,
vuelves con él —despojo de la riña—
atado al pie del carro de combate.
HÉCUBA
¡Fecunda y triste como el surco! Nada
pondrá quietud a tu inmortal fatiga.
Tu pecho es campo en que cundió la ortiga
y panteón tu ancianidad helada.
Tu vientre dio sus brotes a la espada
como a la hoz el campo dio la espiga.
Ya el amor no te da su boca amiga...
¡Eres como la tierra cosechada!
No como antaño, majestuosa reina,
la mano alada tus cabellos peina
ni a tu hombro de marfil pone su broche.
Sola, estéril, errante, mustia y vieja,
graznas como la lúgubre corneja
en el naufragio inmenso de la noche.
PRÍAMO
Más que del hacha del dolor cautivo
—vieja deidad que el ábrego despeña—
bajo la juventud que le domeña,
Príamo cae cual centenario olivo.
Melló su dardo en el broquel esquivo
la inútil mano en que el invierno sueña,
y el albo cuello de nivosa greña
doblóse al golpe del metal argivo.
No circundaron a su frente pura
en dulce enjambre los filiales besos
ni abrió su hueco amor la sepultura.
Cayó, como su prole, a los excesos
del triunfador, y el viento en la llanura
cubrió de arena sus sagrados huesos.
SUS CAPRICHOS
Una vez, por saber si cumpliría
lo que ella me ordenaba zalamera,
arrojó en la prisión de una pantera
el pañuelo que tanto le pedía.
Yo intenté, demostrando valentía,
librar aquella prenda de la fiera,
y al hacerlo, una zarpa traicionera
castigó duramente mi osadía.
Ella entonces, con paso vacilante,
vino a mí, de su hazaña arrepentida,
y al mirar en mi pecho palpitante
el rastro de la garra maldecida,
desató su cabello rutilante
para limpiar la sangre de mi herida.
(Poemas escritos por Rafael Cardona Jiménez)
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