Cuesta imaginar un mundo sin
libros. Deben ser cosas de la edad, porque, sin embargo, no me resulta tan
difícil trasladarme hasta un pasado más remoto, anterior al descubrimiento de
la imprenta, tiempo de manuscritos, de monjes copistas –sin pasar por la ficción
de Umberto Eco– o de aquellos pocos que antes de llegar el papel y la
impresión, gran democratización de la cultura, gozaban al poseer alguna obra,
pergamino que entendían como fundamental, ya fuera greco-latino, bíblico o
evangélico: laico o sacro. Pero mi concepto del libro se asocia al papel. Debo
admitir que pocos de mis amigos y conocidos utilizan el e-book. Formamos parte
aún de promociones que vivimos rodeados de libros que han ido devorando las
paredes de nuestras viviendas; también han saturado las bibliotecas que
aborrecen convertirse en almacenes de textos que pocos consultan. Tal vez esta
malévola crisis acabe debilitando la posesión de libros. También los nuevos
arquitectos, diseñadores de habitáculos para dormir y ver la televisión, debilitan
la función coleccionista de los libros que uno admite que ya no podrá leer
nunca, aunque siga adquiriéndolos. Todo tiende a conjurarse para la
desaparición del libro en papel, incluso una ecología que, no sin razón,
proclama la defensa del árbol, evitar la destrucción de bosques para elaborar
una cada vez más deteriorada pasta de papel. Por el momento, se nos revelan
algunos datos sobre la antes poderosa industria editorial española, viejo
orgullo cultural.
Advirtamos de antemano el
progresivo descenso de las tiradas de los libros, escasas en relación con
países del entorno en lenguas de menor difusión. Se perdieron o se
transformaron los mercados hispanoamericanos que antes importaban libros
españoles. Se imprimen ya allí con sellos españoles e, incluso, Argentina
prohibió un tiempo los que habían llegado hasta su aduana. El promedio de
ejemplares editados por título aquí es de 1.345. Tan sólo un dos por ciento
alcanza o supera los 5.000 de promedio. Pero Madrid superó, en 2011, a
Barcelona en editados: 23.443 frente a 20.324. La que fue antigua capital de la
edición retrocede año a año. En el último ha perdido el 1%. Porque sobre el
libro se ha conjurado una tormenta perfecta: crisis, recortes en la edición
institucional, competencia con los nuevos medios de transmisión, falta de
crédito, empobrecimiento de las clases medias (que eran compradoras naturales),
incremento de los precios de la energía, del papel, decadencia de las
librerías, agotamiento de algunas fórmulas literarias.
Aunque se observen también
algunos signos de esperanza. Por ejemplo, los libros infantiles se
incrementaron un 10,2% y los de texto, cuesta creerlo, un 43%. Ello permite
suponer que las nuevas generaciones de lectores que ahora se están forjando
mantienen el pecado de la lectura de forma no muy diferente. Tal vez las
grandes bibliotecas están saturadas de libros, pero las populares han de buscar
espacios para nuevos libros infantiles y las escuelas no han abandonado este
viejo instrumento para transmitir conocimientos. Otra cosa son los diccionarios
enciclopédicos que tanto prestigio otorgaron a casas editoriales desde finales
del siglo XIX hasta la década de los ochenta del pasado siglo, hoy pura
arqueología. Internet acabó con ellos. Porque, ¿quién tiene espacio para instalar
la prestigiosa Espasa con sus apéndices, la versión española del Larousse o los
Salvat, que incluso inundaron los quioscos en forma de fascículos? Algunas de
las producciones de aquellos años dorados de la industria editorial española
atravesaron las fronteras lingüísticas.
En el pasado año la impresión de
libros (78,9 en castellano y 10,5 en catalán) descendió un 24%. La peor caída
se produjo en el ámbito literario, un 34,1%. Ello quiere decir que los lectores
de la ficción disminuyen. Mala señal. Porque lo que aportaba lo imaginativo era
la posibilidad de evadirse de la cotidianidad hacia otros mundos, vidas y
tiempos. Es más cómodo sentarse ante el televisor. Pero en contadas ocasiones
la imagen se muestra capaz de trasladar la complejidad de la literatura, pese a
que el cine fuera considerado el séptimo arte del pasado siglo. Pese al
incremento de los libros infantiles y didácticos, parte de nuestros jóvenes,
incluso en la enseñanza superior, no consiguen comprender lo que leen. Estiman
que todo lo que no se encuentre en Internet no existe o en los complejos
teléfonos que se están convirtiendo en terminales de todo: mensaje, juego y
conocimiento. Nuestra minoría lectora, jamás numerosa, disminuye. Pero crecen
junto a monstruos multimedia, pequeñas editoriales que gozan de vida efímera, a
la búsqueda de algún golpe de suerte, un descubrimiento o la reedición de algún
texto pasado: el 25,3% de los libros publicados fueron reediciones. Pese a la
devoradora crisis y la conjura contra el libro y el papel confío en que esta
suerte de gozo sensual al acariciar el ejemplar recién adquirido puedan seguir
disfrutándolo mis hijos y hasta mis nietos. Mi realidad no es sólo la de las
malas noticias, también la de los buenos libros.
(Artículo de opinión escrito por Joaquín Marco y publicado
por el periódico "La Razón" el jueves 5 de abril de 2012)
Joaquín Marco
(Barcelona, 1935)
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