¿ESTADO DEL BIENESTAR
O DE BENEFICENCIA?
EL gran
debate en la escena política española gira hoy en torno al Estado del bienestar,
con la izquierda defendiendo su permanencia tal como está y la derecha
intentando reformarlo. Parece que, una vez más, los españoles discutimos sobre
el sexo de los ángeles. Porque ese Estado del bienestar del que tan orgullosos
estamos ya no existe. Mejor dicho, existe solo en nuestra imaginación y en unos
libros de contabilidad que, como los de las empresas en quiebra, están llenos
de datos falsos. Las cuentas no encajan en las finanzas, la sanidad, la educación,
las pensiones, los subsidios ni prácticamente en nada. Y como no encajan, lo
único que emerge de ellas es un déficit que afecta a todos, a los gobiernos y a
los bancos, a las empresas y a los particulares. Una cifra habla más que todas
las palabras: la deuda de empresas y familias creció en España de 2003 a hoy en
750.000 millones de euros. Quiero decir con ello que el Estado del bienestar
español ha ido vaciándose desde dentro hasta convertirse en una inmensa bolsa
de deuda, con todos debiendo a todos: el Estado a los bancos, los bancos al
Estado, el Estado a las empresas y los particulares a los bancos. Sin que haya
forma de cobrar.
¿Cómo ha
podido llegarse a esta situación? Pues por lo apuntado: por el endeudamiento
creciente, al repartir el Estado del bienestar beneficios a cargo de
inventario. Dicho de otro modo: estábamos financiando tales beneficios con deuda
pública y privada. Deudas que hay que pagar. Con intereses. De donde vienen
todas nuestras cuitas actuales. El Estado del bienestar español se ha convertido
en un Estado de beneficencia. La beneficencia, como el filantropismo, es una de
los más nobles rasgos humanos. Pero para practicarla se necesita que existan
los medios necesarios para sostenerla. Medios que no existen en España, donde
la productividad, la educación, la investigación, la fiscalidad, el esfuerzo y
la cohesión social están muy por detrás de los del resto de las naciones
avanzadas de Europa. No hace falta más que echar una ojeada a las estadísticas,
desde el informe Pisa a los análisis del Fondo Monetario Internacional, Banco
Mundial y Banco Central Europeo, para darse cuenta de ello. Estábamos —estamos,
mejor dicho— viviendo en una burbuja que nos apartaba de la realidad y nos
llevaba derechos a la situación en que hoy se encuentran Grecia y otros países
intervenidos. No lo digo yo, lo dicen todos los expertos y la propia Unión
Europea.
Sin que valga
echar la culpa a los especuladores, al neoliberalismo, a los mercados o a
«Frau» Merkel. En todo caso, a la nueva situación internacional. No es verdad
que la riqueza del mundo haya disminuido a consecuencia de la crisis. La
riqueza global se mantiene. Lo que ha ocurrido es que se ha desplazado del «primer
mundo» a los «países emergentes» (los Brics: Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica), que hoy exportan e incluso prestan dinero a los ayer ricos. Ese es el
gran cambio que ha ocasionado el hundimiento del Estado del bienestar en países
donde no era sólido desde el principio. Pues los países del primer mundo que se
han ajustado a la nueva situación se están salvando de la quema y mantienen su
bienestar. Mientras que aquellos que rehúsan ajustarse se hunden.
Banderas de los países emergentes o BRICS:
India, Rusia, China, Brasil y Sudáfrica
¿Cuál es la
solución en estos casos? Solo hay una: adaptarse a las nuevas circunstancias,
hacerse a la idea de que lo anterior no sirve. Pero en las alocuciones de
Méndez y Toxo el día de su tristemente célebre huelga, la idea que más
repitieron fue: el Gobierno tiene que retirar sus reformas, no aceptamos sus
ajustes, los combatiremos con todos los medios a nuestro alcance. Como postura
personal, se entiende. Ambos son, con los banqueros, los más beneficiados de la
situación anterior y es lógico que no quieran cambiarla. Pero como actitud
general, incluso para la clase trabajadora que dicen representar, significa
dispararse un tiro, no en el pie, sino en la sien. De ahí que no sea exagerado
decir que los sindicatos son hoy la fuerza más inmovilista, más retrógrada, más
reaccionaria en España, el mayor freno para ajustar el país a las nuevas
condiciones que rigen en el mundo.
Y esto es lo
que hay. Nuestro Estado del bienestar ha devenido en Estado paternalista de
beneficencia, que distribuye favores entre sus súbditos menos favorecidos y
entre los amigos. Algo que, si por una parte se presta a la corrupción, por la
otra no favorece el desarrollo, al ser la iniciativa individual mucho más
eficaz que la estatal, como está demostrado hasta la saciedad y ocasionó el
desplome de los regímenes comunistas. Hay que recortar en todas las partidas,
en unas más que otras, desde luego, siendo el primer y mayor problema de tal
recorte que los remedios a largo plazo —como el fomento de la educación e
investigación— no resuelven el problema inmediato, la creación de empleo, mientras
que los remedios a corto plazo —como la subida de impuestos— no resuelven el
problema a medio y largo, que es el de cambio de estructuras. Esperemos que el
Gobierno haya tenido la fineza necesaria para equilibrar por dónde metía el
bisturí, o el cuchillo de carnicero, donde era necesario, para que la operación
sea un éxito.
La única
buena noticia en este sentido es que el despilfarro en España ha sido de tal
magnitud que hay margen para recortar en prácticamente todas las partidas. Empezando
por las tres administraciones, donde se ha disparado literalmente con pólvora
del rey, teniendo como tal al pueblo soberano, es decir, al contribuyente. Pero
hay también que acabar con una serie de prácticas y tabúes, como el de la
«ayuda al desarrollo», y no solo porque la caridad bien entendida empieza en
casa, sino también porque se presta a todo tipo de chanchullos. O el de que
todas las capitales de provincia deban tener tren AVE, aeropuerto, palacio de
congresos y otros complejos suntuosos. Incluso en la ayuda a la dependencia
habrá que afinar, pues la están recibiendo bastantes con medios propios para
ella. O en el copago en sanidad, con las debidas excepciones, necesario no sólo
fiscalmente, sino también médicamente, al ayudarnos a no ingerir tantas
medicinas como estamos ingiriendo. O en el poner coto al proliferar de
universidades y alumnos repetidores, que representan un enorme lastre para la
educación, sin aportar apenas a su calidad y eficacia. Por no hablar ya de todo
tipo de actividades lúdicas y recreativas, en las que se han especializado
nuestras autoridades de los tres niveles. El Estado no está para entretener a
los ciudadanos, en primer lugar, porque ése no es su papel, y en segundo,
porque si quiere entretenerlos a todos, se arruina, al ser tan variados los
gustos en este terreno. Pero que es lo que ha ocurrido en algunos lugares españoles,
si no en todos.
Hay, en fin,
que cortar todo lo innecesario y concentrarse en lo imprescindible, eliminando
el gasto improductivo al tiempo que se acentúa el productivo. Algo que requiere
tanta firmeza como tacto, tanta visión como realismo. En esto chocamos con uno
de nuestros mayores defectos, pues los españoles solemos dar más importancia a
lo secundario que a lo principal, a la apariencia que a la sustancia. Lo
«práctico» no ha tenido nunca buena prensa entre nosotros, y corregirlo va a
ser aún más difícil que los recortes que tenemos que hacer. Pero ese es un tema
que nos llevaría bastante más espacio que una Tercera de ABC. Sin olvidar que
la mejor pedagogía es el ejemplo, quiero decir que los recortes tienen que
empezar por quienes los decretan para ser convincentes. Y ese tema requeriría
toda una biblioteca.
(Artículo de opinión escrito por José María
Carrascal
y publicado en el diario “ABC” el martes 3 de abril de 2012)
José María Carrascal Rodríguez
(Madrid, 1930)
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