(Grajera, Segovia, 1987 - 2016, Teruel, Aragón)
Torero inmortal
LA CONDICIÓN HUMANA
El antitaurinismo español tenía
una dignidad, una nobleza histórica. Hasta bien entrado el siglo XX, cuando las
corridas eran aún el gran espectáculo nacional de masas, la polémica sobre la
lidia formaba parte del eterno debate sobre el ser de España. Desde Mariano
José de Larra, Miguel de Unamuno o Jacinto Benavente hasta José Ferrater Mora o
Salvador Pániker, los detractores de la fiesta eran gente docta que discutía
con otros intelectuales en pie de igualdad; ilustrados que denostaban la
tauromaquia como símbolo de una mentalidad anclada en el pasado.
Arte, estilo, valor y finura eran el marchamo de Víctor Barrio
Hasta el más
inflamado de aquellos propagandistas, como el bizarro Eugenio Noel, sustentaba
su diatriba en un fundamento ético. Más que la lidia aquellos intelectuales impugnaban
la esencia del casticismo, un código de valores que mantenía al país varado en
un atraso histórico. Esa controversia estaba inscrita en un contexto de
reflexión patriótica y formaba parte de la preclara tradición filosófica del
regeneracionismo.
Hermoso y arriesgado pase de espalda del gran torero segoviano
El menos profundo de esos
escritores o ensayistas se sonrojaría ante la majadera liviandad de los
actuales antitaurinos, ese ejército de desaprensivos mequetrefes tuiteros, de
payasos antisistema y de ecologistas talibanes cuya compasiva bondad animalista
inhibe cualquier atisbo de empatía por la muerte de un ser humano. Un oponente
del toreo con mediana lucidez encontraría en la tragedia de Víctor Barrio una
elemental munición lógica contra la continuidad de la fiesta; lo que a ninguno
se le ocurriría es celebrarla como un triunfo de la res, una especie de acto de
justicia poética.
Víctor Barrio dando un pase al natural con las piernas fijas en el suelo
Semejante simpleza es algo casi peor que una felonía moral;
constituye una clamorosa demostración de estupidez, un monumento de estulticia
rencorosa y banal que desarma al movimiento prohibicionista, no ya de razón,
sino de respeto. Con el exhibicionismo de su desnudez mental estos zascandiles
deshonran la seriedad de su propia causa; no existe la mínima posibilidad de
mantener una discusión racional con seres impregnados de una frivolidad tan
mentecata, fundamentalistas botarates de raciocinio (si es que se le puede considerar
así) enfermizo.
El diestro realizando un preciosista farol de rodillas en Valdemorillo
Existen muchos españoles a los
que la fiesta de toros aburre tanto como un partido de béisbol o que contemplan
las corridas como vestigios de arqueología antropológica, reliquias vivas del
patrimonio cultural. Lo que estos contemporáneos indiferentes –y mucho menos
aquellos honestos críticos novecentistas– no podían, o no podíamos siquiera
imaginar, era que llegaría un momento en que la defensa de la tauromaquia se convirtiese
en un ejercicio de oposición a la intolerancia, en un compromiso necesario con
la libertad.
El lidiador en sincronización perfecta con el toro
Menos aún, que acabaría relacionada con la simple salvaguardia de
la compasión, con la reclamación imprescindible de la primacía de la condición
humana frente a la indigencia ética de una sociedad envilecida. Y lo que es más
grave, una primordial reivindicación de la inteligencia frente al inquietante
imperio de la memez.
(Artículo de opinión escrito por Ignacio Camacho
y publicado en el diario “ABC” el lunes 11 de julio de 2016)
Víctor Barrio ofreciendo al público el tercero de la tarde, un toro de 529 kilos de peso y pelo negro bragado llamado "Lorenzo" que acabaría con su vida en la Plaza de Toros de Teruel