UNA GENERACIÓN ENSIMISMADA
El
«selfie» (autofoto) fue la palabra del año 2014 para FUNDEU (“Fundación del
Español Urgente”). Tratándose de una institución que se dedica a estudiar «el
español urgente», nada tan urgente como la palabra «selfie». Lo curioso es que,
más allá del origen castellano del término, ni siquiera la elección comportaba
el rasgo de originalidad. Llegaba tarde, porque ya en 2013 el muy prestigioso “Diccionario
Oxford” había elegido tal vocablo como palabra del año. Y así, el verdadero
signo de la “Marca España” –llegar siempre «tarde al banquete de la
civilización»– cumplía una vez más con la tradición, y, además, como gesto
modernizador, lo ejecutaba una Fundación dedicada, nada menos, al estudio del
español. Llegaba tarde, al designarla como palabra del año, y en inglés (“¡viva
el cosmopolitismo!”, pensaría melancólicamente alguno). Sin embargo, más allá
de la mera cuestión lingüística, aceptemos moderadamente tan extravagante
hecho, porque lo que aquí interesa es el concepto, ese de «selfie» que, sin
apurar demasiado, es una formidable metáfora de la soledad actual y del
ensimismamiento de toda una generación. Barcelona es la ciudad española donde
más autofotos se realizan. Y cerca del 60% de los españoles admiten ser adictos
(sic) a los «selfies». Como sabemos, esto de «adictos» tiene un carácter de
obsesión o, si se quiere, de signo de los tiempos.
Contemplarse
a sí mismo, encantarse, no dejar de mirarse, ser la única realidad posible y
cercana, parece el tema de nuestro tiempo. Reflejarse una y otra vez en
cualquier momento y en cualquier lugar, adaptar el artilugio tecnológico al
propio rostro, fijar el tiempo, no salir de ahí, estar en la nube. El «selfie»
es lo contrario de la intimidad. La autofoto, en español urgente, sin molestar
los remilgos de FUNDEU, invadirá las redes sociales. El nuevo y tecnológico
Narciso se contempla en las aguas turbulentas del intercambio sin destinatario
conocido o tan conocido que es inexpresivo, no existe. La autofoto se lanza al
vacío de la red. La cosa es mostrarse, exhibirse hasta el fin. «Una vida
–escribió Ortega– es, por excelencia, intimidad, aquella realidad que solo
existe para sí misma y, por lo mismo, sólo puede ser vista desde su interior».
No ahora, esta generación ensimismada mira hacia el exterior, lo íntimo es lo
común, lo que se comparte o exhibe. Y lo común es el laberinto de rostros que
vagan por los invisibles hilos de la comunicación. Es lo que Alain Finkelkraut
en La identidad desdichada (2014) ha denominado «el despotismo del yo».
Una imposición surgida del enamoramiento hacia sí mismo. Un desbordamiento.
Para Javier Callejo: «Estamos ante una generación joven educada para ser
turista. Normalizada en el viaje, desde las primeras excursiones escolares,
empezando en la Primaria, hasta el turismo universitario de las becas “Erasmus”.
Educada para la movilidad. Para moverse por el mundo. Sin fijaciones. Para
moverse entre empleos, proyectos, identidades y lugares. Y ante una generación
que valora el ocio. Según la última “Encuesta Mundial de Valores” (World Values
Survey) para España, nada menos que el 96% de los menores de 30 años opina que
el tiempo de ocio es muy o bastante importante en su vida» («Del veraneo al
nomadismo», Claves de Razón-Práctica, 235).
Ese vaivén de lugares, proyectos e
identidades, sobre todo de identidades, es lo único que les queda, contemplarse
ensimismados. Son turistas de la vida, de sí mismos, y la función esencial del
turista es fotografiar, fijar una y otra vez el momento, con obsesivo encanto.
Ya Richard Sennett en La corrosión del carácter (Anagrama, 1996)
advirtió que «la eliminación del empleo garantizado de por vida, sería ocupado
por contratos efímeros, arbitrarios, ocasionales. Sin duda, no, claro está, en
busca de una mayor eficacia (por parte del contratante) sino de un rendimiento
sin derechos». Así el único derecho que les asiste es el nomadismo y el
ensimismamiento. Una realidad sin más centro ya que ellos mismos.
En
la muy pedagógica –para los asuntos tratados hasta aquí– película “Her” (Spike
Jonze, 2013), el espectador contempla una profunda y melancólica metáfora de
los nuevos tiempos: ya no hace falta el contacto entre las gentes, todo se
resuelve con una cámara y una voz. El resto no existe. La intimidad es ante la
cámara. El regodeo del «yo» y su exhibición. Encantados de haberse conocido
quieren dejar constancia de su paso por el mundo. La revista “Time” tituló una
de sus portadas «The Me Me Me Generation». Es una suerte de «dandismo
igualitario» (Tara Burton). El «selfie» es el inmenso espejo de uno mismo, y
nada más. La vida, así, es un cristal de reflejos. Ya no hay lugar para la
intimidad. En cada momento, en cada ocasión, en cada lugar está el «selfie»
para advertirnos que sigue ahí, que va de un lado para otro, sin llegar a
ningún sitio. La cuestión es contemplarse.
«Vivimos
en una época –escribe Mario Vargas Llosa– en que aquello que creíamos el último
reducto de la libertad, la identidad personal, es decir, lo que hemos llegado a
ser mediante nuestras acciones, decisiones, creencias, aquello que cristaliza
nuestra trayectoria vital, ya no nos pertenece sino de una manera muy
provisional y precaria». Una generación ensimismada muta su intimidad en
espectáculo y refleja su soledad en la queja.
La
periodista Meredith Haaf (Múnich, 1983) publicó hace pocos años un libro
aleccionador, Dejad de lloriquear (Alpha Decay), dedicado a los que hoy
se mueven entre los felices 20 y 30 años, la generación de nativos digitales,
que surfean por la red y se exhiben con un ego inconmensurable. El mundo,
piensan, debe girar en torno a ellos. Como los «selfies», Haaf reconoce que:
«mi generación ha quedado atascada en una prolongada postadolescencia». Que hoy
presenta dos rasgos característicos: el «selfie» –por mucho que otros, adultos,
se sumen a la feria de las vanidades– y la queja. Pero, postadolescentes e
infelices, conmovedoramente ingenuos, ignoran, en su inocencia digital, algo
que el filósofo Daniel Innerarity advirtió: «La legitimidad de la sociedad para
criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan
tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le
convierte a uno en políticamente infalible». Y en esas estamos. Eso sí, sin
dejar de mirarnos.
(Artículo de opinión escrito
por Fernando Rodríguez Lafuente
y publicado por el periódico
“ABC” el lunes 9 de marzo de 2015)
Fernando Rodríguez Lafuente
(Madrid, 1955)
Profesor de Teoría de la Literatura y Crítica Literaria
BREVE COMENTARIO DEL TEXTO
1. Tema:
2. Tesis:
Los
jóvenes deberían enriquecerse intelectualmente cultivando un pensamiento más
profundo y preservando su vida interior en la intimidad, no exhibiendo superficialmente
su aspecto exterior transitorio.
3. Resumen:
El
“selfie” o autofoto inunda la realidad actual. Barcelona, por ejemplo, es el
lugar de España donde más se lleva a cabo. Una obsesiva egolatría se ha
convertido en el hábito más usual de nuestra época, peor va en dirección
contraria a la intimidad exigible para podernos reconocer a nosotros mismos. Las
nuevas generaciones están siendo educadas en la transitoriedad, el nomadismo,
lo efímero, lo superficial, y puede ser que no sea por su felicidad, sino para
acostumbrarlos a la explotación laboral sin derechos. A los jóvenes se les está
entrenando para el ensimismamiento endiosado y la precariedad de la
inestabilidad. Se trata de una generación egocéntrica incapaz de percibir que
va a ser abandonada a su suerte con escasa protección gubernamental. Creen que
toda la realidad girará en torno suyo, sin darse cuenta de la inmensidad del
mundo y de su propia insignificancia. Su victimismo o su indignación, cuando se
descubran desasistidos, no convertirá sus quejas en veredictos infalibles.
4. Comentario crítico personal:
El
“selfie” es la culminación de unas jóvenes generaciones sobreprotegidas y
manipuladas sin ellas mismas saberlo. Es natural que alguien en la lozanía de
sus mejores años guste de ver reflejada su propia imagen. Lo preocupante es que
esa misma persona confunda la nuez con la cáscara y se piense el ombligo del
mundo por la cara, sin nada sustancial detrás. La juventud tiende por egoísmo ombliguista
a ignorar la historia, especialmente por considerarla ajena y desfasada, como
si no le incumbiera. Olvidar que venimos al mundo sin conocimientos ni
experiencia pone en grave riesgo a quienes creen saberlo todo simplemente por rebosar
de salud y energía. Hay que tomarse la molestia cotidiana de asomar la nariz
por los medios de comunicación, sobre todo escrita, para aprender en qué clase
de sociedad nos desenvolvemos.
La
práctica de las autofotos está en la línea de la felicidad obligatoria, por
decreto, algo hipócrita que está en contradicción con cualquier enseñanza moral
o religiosa que recoge una sabiduría acumulada durante siglos. La vida más bien
es lucha y sufrimiento, no la huera publicación de un rostro autofotografiado y
colgado en una red sin más trayectoria personal y profesional que lo respalde. Para
colmo, la fugacidad de las instantáneas y el nomadismo que conlleva, al buscar
constantemente nuevos sitios donde autorretratarse, parecen ser un
entrenamiento al que los poderes establecidos, financieros y políticos, pretenden
habituar a los ciudadanos, puesto que van a ser individuos sin apenas derechos,
con empleos tan frágiles y pasajeros como la propia naturaleza del turismo; una
semana aquí, quince días allá, a lo sumo tres meses desempeñando un papel
determinado en una empresa “y” o en una ciudad “x”.
El
“selfie” puede cobrar sentido como testimonio de un momento y un lugar
determinados para obtener un recuerdo, tal y como antes ocurría con los álbumes
de fotografías familiares. También es lógico en quien es famoso y promueve una
imagen o marca, incluso es necesario en quien busca promocionarse y labrársela.
En caso contrario podría muy bien significar la proyección de una mueca que
transmite el vacío y la banalidad del personaje fotografiado.
Norma Jean Baker no vivió la época de los "selfies"
y buscó en la lectura llenar los vacíos de su existencia